Curiosa profesión la de los tertulianos, seres especiales que saben y opinan de todo lo que acontece, lo acontecido e incluso de lo que acontecerá. Ellos son capaces de vaticinar quien ganará unas elecciones generales, predecir la tasa de paro o el IPC del próximo año, o adelantarse a la fumata blanca del mismo Vaticano, y si no aciertan, da igual, porque en ese trance son capaces de desdecir lo dicho, que total, al fin y al cabo, quien se puede acordar. Pero si por el contrario aciertan, publicitan su atino por toda cadena de radio o televisión por la que se puedan pasear mientras se lo restriegan por la cara a sus compañeros de tertulia, con los que por lo general mantienen una rivalidad, que a veces les lleva a enfrentamientos que van más allá de la pura dialéctica. Todos tienen fuentes, contactos en todos los estamentos, y se jactan de ello en cada afirmación, “según mis fuentes”, “fuentes muy cercanas me comentan..”, “os lo aseguro por mis fuentes”… Si juntáramos todas sus fuentes se acabaría con la sequía que nos asola. Heterogéneos en procedencia, ex-políticos, escritores, periodistas, historiadores, filósofos, sociólogos, sin embargo bastante homogéneos en las “virtudes” que transmiten: pedantes, arrogantes, vehementes, imprudentes, presumidos, altivos, vengativos… Todos se jactan de ser adalides de la moralidad, y desde su púlpito son habituales los juicios y las sentencias.
He de reconocer que son admirables porque han convertido la opinión en una profesión muy lucrativa. Por ejemplo, los filósofos o escritores que a esto se dedican, saben bien, que es más provechoso darse una tournée de tertulias que producir una obra a tenor de las ventas de sus obras previas. Es evidente que estos especimenes me resultan algo cansinos, aunque soy algo masoca y suelo escucharlos en la radio o verlos en algunos programas de debate. Quizá sea pura envidia, porque vivir de opinar del trabajo de los demás, sin dar palo al agua, tiene su mérito.